Testimonio Adrián Sebastián | 26 años
Un verano verde, rural y sostenible
Solo llevaba unos minutos en Sofia cuando me encontré, confuso y perdido, mirando las letras en cirílico del panel de información de la parada del bus. Como no entendí nada, decidí preguntar al conductor acerca de la parada a la que me dirigía: "to University?" Él movió la cabeza de arriba a abajo, como asintiendo, así que subí, pero pasó el tiempo y el bus no llegaba a la Universidad, donde me estaban esperando otros voluntarios. No fue hasta unos minutos después cuando recordé lo que había leído en la guía unos días antes: en Bulgaria se niega moviendo la cabeza de arriba a abajo, como había hecho el conductor, y se asiente girándola de izquierda a derecha, al revés que en el resto de Europa.
Es solo una anécdota entre las muchas con las que fui descubriendo las particularidades de Bulgaria, un país del que apenas sabía nada cuando postulé para hacer un programa EVS allí. Antes de este verano, ya había tenido varias experiencias internacionales en Europa y Latinoamérica; la diferencia principal con este voluntariado es que cuando haces un EVS tienes que involucrarte. No solo visitas, haces preguntas, tomas unas fotos y te vas, sino que tienes que actuar y comprometerte. Dejas algo de ti en el proyecto a la vez que el proyecto te cambia.
En mi caso, he pasado dos meses como voluntario de la Green Association, una organización que trata de combatir el despoblamiento rural que sufre Bulgaria y de promover una forma de vida sostenible y en sintonía con la naturaleza. Durante el primer mes, pasamos 20 días en las montañas, ayudando a preparar un festival entre ecologista, espiritual y de arte. Construimos la cocina, el bar o el escenario con madera de troncos caídos que recogíamos en el bosque y aprendimos a vivir en comunidad y compartir el día a día con un grupo de personas muy diferentes entre sí.
El segundo mes, además de organizar algunos eventos para promocionar las actividades de la organización, lo dedicamos principalmente a recorrer -en nuestra furgoneta hippie- distintos pueblos de Bulgaria, en los que pasábamos uno o dos días ayudando a gente que había decidido empezar una nueva vida lejos de la ciudad. Algunos ya habían formado una comunidad que se alimentaba de los alimentos de su huerto, otros todavía estaban reconstruyendo sus nuevas casas solo con materiales naturales.
Yo, que soy un chico de ciudad, he aprendido lo que cuesta cultivar para poder comer o el esfuerzo que supone reparar un simple muro cuando lo quieres hacer sin materiales industriales. También he sentido la paz que da vivir en la naturaleza y la satisfacción de saber que estás cuidando el medioambiente. He comprobado, en conclusión, que tratar de hacer las cosas de una forma más sostenible vale la pena.